Anoche

Cuento publicado en «No más silencio. Homenaje a Lydia María Cacho», 2023, Gold Editorial, Colombia

Se despertó a las doce del mediodía con un dolor fuerte de cabeza. Era viernes y hacía frío. La única ventana de la pieza estaba abierta de par en par. “¡La puta madre, Omar!”, gritó con la voz ronca mientras tosía y la cerraba. Pero nadie respondió.

Estaba solo en esa habitación que hacía de dormitorio, cocina y living, con dos colchones tirados en el piso. Omar era un borracho inútil, pero entre los dos podían darse ese lujito que iban pagando de a ratos. Aguantando lo que podían hasta cuando pudieran. Corrió la cortina plástica que separaba el ambiente del único baño de la pieza.

Se miró en el espejo quebrado, pegado en los azulejos celestes, con un ojo medio abierto. Vestía solo unos calzones viejos. Sonrió al verse en cuero todo marcado y se acarició los nuevos arañazos que se descubrió en el pecho tatuado. ¡Qué noche!, pensó. Era más brava de lo que se había imaginado. Una punzada en la cabeza lo distrajo de sus recuerdos. Pateó unas latas del piso y al volcar una se dio cuenta que aún tenía un poco de cerveza. Se la tomó de un trago. La escupió cuando la sintió caliente. Se hizo un buche con agua del vanitory azul y volvió a mirarse. Golpeó con fuerza la canilla de la ducha que seguía rota para destrabar el mecanismo y permitir que saliera el chorro de agua. No le importó el gusto del tabaco agrio en la boca.

Descubrió otro rajuñión en la cara y volvió a sonreír. Era profundo y alargado, le cubría casi todo el cachete. Le gustaba como le quedaba, le daba más simetría junto a esa cicatriz antigua que tenía en la otra mejilla. Se la había dejado su padrastro antes de irse definitivamente, cuando tenía ocho. Ahora se le perdía en la cara morena, pero él sabía exactamente dónde estaba. Solo verla hacía que recordara a ese hijo de puta. Si se lo cruzara ahora no se le animaría. No fue la única vez que lo habían fajado, pero había algo en esa cicatriz que lo llenaba de odio. Levantó el cuello y supo que no era el mismo pibito indefenso de entonces. Se corrió el pelo para mojarse la cara en la bacha y sacarse los restos de sangre seca de ese nuevo rayón. Chasqueó la boca como hacía siempre que se sentía vivo. Volvió a sonreír pensando en lo histérica que había resultado esa mina de la escuela primaria. Hacía años que no se la cruzaba, porque a los doce había abandonado la escuela, pero siempre lo había calentado. Se rio recordando que era un crío cuando la vio por última vez, se la tenía jurada desde entonces. Había sido hombre desde pibe y las minas le gustaban mucho. Sobre todo las chetitas que lo querían hacer sentir menos. Chasqueó la boca nuevamente.

Su primera vez había sido a los once cuando, vagando por el barrio, los amigos de su primo en pedo lo levantaron en el auto mientras llevaban a uno de trece a debutar con una puta. A él le tocó segundo. Era hombre hacía rato.

Se sentó en el inodoro, la cabeza le explotaba por lo que se había puesto la noche anterior. Había valido la pena porque la minita le gustaba. Prendió un faso que encontró sobre el lavamanos y saboreó la primera pitada. Le dolían los brazos también, pero ¿quién te quita lo bailado? Fue a buscar el celular. Pateó el jean en el piso hasta que lo encontró en el bolsillo. Pensó en la piba y se empezó a excitar. Se bajó los calzones y le sacó una foto a su erección. Buscó en los contactos del celular y se alegró al darse cuenta de que la había agendado antes de perderse por completo. Escribió: “Me pongo al palo de solo pensar en anoche, wacha”. Luego un emoji de berenjena.

 *** *** ***

Romina estaba acurrucada en el baño de su casa. Se abrazaba las piernas pegadas al pecho y se mecía en el suelo. Su mamá estaba de guardia en el hospital, así que no había nadie a quien dar explicaciones.

No sabía bien qué hacer. Sentía urgencia por bañarse, pero algo le decía que no debía. Trataba de reconstruir la noche al tiempo que descubría en la boca un sabor a tabaco que le revolvía el estómago. Solo tenía flashes de una cerveza compartida. La música fuerte. Laura alejándose con su ex en el bar diciéndole “gracias por bancarme”. Un callejón. Miedo… No, terror. Recordaba sensaciones en cámara lenta y apretaba los puños. Un dolor intenso entre las piernas no le daba tregua, pero no se atrevía a bajarse la bombacha y descubrir qué sucedía. ¿Debía tomar un analgésico, lavarse, llamar a Laura? Tenía miedo de moverse un poco por el dolor y otro poco porque no quería ver la imagen que le iba a devolver el espejo. Recordó haber dicho “no”. Recordó que quiso gritar mientras pataleaba, pero algo en el cuerpo se lo había impedido.

Tenía los brazos llenos de moretones. Las uñas le hacían presión. Nunca había pensado que a una persona le podían doler las uñas. Las manos ya no le temblaban, aunque aún no se sentía a salvo. Miró el reloj. No sería capaz de salir a la facultad. Tampoco sabía qué le iba a decir a su jefe para justificar que no iría a trabajar esa tarde.

¿Cómo había llegado a casa?, no lo recordaba. Sentía un profundo dolor en el cuerpo. La urgencia por bañarse aumentaba mientras la bilis le quemaba la garganta. Una vergüenza que no era suya le presionaba el pecho.

No se bañó, no tomó un analgésico, tampoco llamó a Laura. Solo lloró hasta que se quedó sin lágrimas, inmóvil en el piso del baño, con las medias rotas y la carterita con sus cosas desparramadas.

Sonó el celular y leyó en la pantalla número desconocido. Abrió el mensaje y gritó por última vez. Revoleó el teléfono contra la pared mientras las imágenes se sucedían con violencia. Quedó tendida, como si el tiempo se hubiera detenido.

Gimió abrazada a sus piernas, se clavó las uñas en las rodillas para despertar del trance. Empezó a sangrar, pero no le importó. Su cuerpo ya no le pertenecía.

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